domingo, 30 de septiembre de 2012

El Ciclón Negro, el ciclista que rompió la barrera del color

Fuente: Blog de Historias de historias:

En 1865 se aprobó la Decimotercera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos que abolía y prohibía oficialmente la esclavitud en los Estados Unidos de América y, con excepciones limitadas (como a los condenados por un delito) prohibió la servidumbre involuntaria. Pero en el día a día, sobre todo en los Estados del Sur, todavía existían prejuicios raciales.

Marshall Walter Taylor nació el 26 de noviembre de 1878, en el estado de Indiana. Su padre, Gilbert, el hijo de un esclavo Kentucky, luchó por la Unión en la Guerra Civil y luego trabajó como cochero de los Southards, una familia adinerada de Indianápolis. Cuando Taylor era un niño, solía acompañar a su padre para ayudarle con los caballos y entabló una estrecha amistad con Dan, el hijo de los Southards de su misma edad. De hecho, cuando Marshall tenía 8 años, se llegó a mudar a la casa de los Southards donde recibió la misma educación que Dan. Aquellos felices recuerdos se truncaron cuando la familia se trasladó a Chicago y Marshall tuvo que volver a su casa… a la cruda realidad. Con 13 años tuvo que ponerse a trabajar para ayudar a la economía familiar y lo hizo de repartidor de periódicos con la bicicleta que los Southards le habían regalado cuando se marcharon. Aquella bicicleta se convirtió en su compañera inseparable.



Un avispado comerciante local, propietario de la tienda de bicicletas Hay and Willits, se fijó en la facilidad que Marshall tenía para hacer piruetas y acrobacias con la bici, así que lo contrató para hacer exhibiciones en la puerta de la tienda para atraer clientes. En las exhibiciones se vestía con un uniforme militar y desde aquel momento se quedó con el apodo de “Major“. La tienda en la que trabajaba patrocinaba una competición ciclista local y el día de la carrera Tom Hay, su jefe, le llevó, en teoría, sólo para verla… cuando llegaron le apuntó: con 13 años, Marshall “Mayor” Taylor ganaba su primera competición con una superioridad abrumadora. Durante algunos años más siguió trabajando en la tienda y compitiendo en algunas carreras amateur pero con 17 años conoció a Louis Munger, un exciclista y fabricante de bicicletas, que se convertiría en su manager y, sobre todo, en un buen amigo.

Munger le inscribió para competir en una carrera profesional en Indianápolis… aunque sólo podían competir blancos. En un principio pensaron echarlo pero luego decidieron que sería mejor dejarlo participar… ¿Qué iba a hacer un amateur negro contra los profesionales blancos? Con 17 años batió dos récord en pista (mile y fifth mile). Aunque la respuesta de los organizadores fue prohibirle volver a participar y no validar aquellos registros, ahora todos conocían al Ciclón Negro. Munger se lo llevó a Worcester (Massachusetts) donde tenía la fábrica y compitió en New York en una prueba de resistencia de seis día, consiguió terminar pero decidieron que no competería más en en este tipo de pruebas. Pero lo que sí consiguió en New York fue hacerse profesional.



En 1897 comenzó a competir en el circuito nacional pero el color de su piel le supuso muchas limitaciones: los promotores de las pruebas del Sur le impedían participar, otros muchos competidores le insultaban y lo tiraban de la bici en plena carrera, incluso uno le llegó a coger del cuello y lo dejó inconsciente (se saldó con una multa de $ 50)… Pero no sólo en la competición, cuando compró una casa en un buen barrio de Worcester los vecinos hicieron una colecta para recomprarla por $ 2000 más, algunos hoteles se negaban a alojarlo… Aún así, Taylor consiguió siete récords mundiales, ganó 29 de las 49 carreras que disputó como profesional y en 1899 logró el Campeonato del Mundo en Montreal (Canadá). Su fama saltó a Europa y los promotores franceses quisieron contratarlo y, aunque al principio se mostró reticente, accedió con la condición de no competir en domingo – era un devoto seguidor de la Iglesia Baptista -. En 1902 compitió en el circuito europeo – en igualdad de condiciones que los blancos – ganando la mayoría de las carreras en las participó y cimentando su reputación como el mejor ciclista del mundo. La gira europea continuó hasta Australia para convertirse en el deportista mejor pagado de la época ($ 30.000 anuales).



Portada de un diario francés

En 1910, con 32 años, Taylor se retiraba. Algunos fracasos empresariales, el crack del 29, la separación de su mujer y la enfermedad dejaron al Ciclón Negro solo y arruinado. Durante unos años sobrevivió vendiendo por las calles su autobiografía The Fastest Bicycle Rider in the World. En 1932, a los 53 años, murió y fue enterrado en una fosa común en el Cementerio Mount Glenwood de Chicago. Años mas tarde, un grupo de exciclistas profesionales que conocían la historia de Taylor exhumaron sus restos y los enterraron en una tumba individual con una placa de bronce que reza:
Al Campeón Mundial de ciclismo que superó el difícil camino sin odio en su corazón. Honesto, valiente, creyente, de vida limpia y caballeroso deportista. Un recuerdo a su carrera en la que siempre dio lo mejor. Te has ido pero no te olvidamos.

Choques interculturales con Oriente: Japón


Ayer estuve con José Luís, un chileno que obtuvo la misma beca que yo hace doce años y que ahora reside en Tokyo.  Un gran tipo, que me ayudó sin conocerme en persona a encontrar el trabajo del señor Sato.

Estuvimos conversando largo rato en un bar de Onjuku de californianos surferos, donde va muy habitualmente M. Komoto.

Uno de los temas que más me llamó la atención es la visión que tenía José Luís de los japoneses. En los meses que llevo aquí yo también he notado esos cambios culturales tan bestias y que tanto me impresionaban al principio. Sobretodo en el club de Judo. Los japoneses actúan, sobretodo, en base a procedimientos y ambientes. Cada cosa se hace en el lugar oportuno y no hay que salirse de ese patrón. Además de ello, a los japoneses les cuesta mucho negarse a hacer algo. Algo que también se extiende a lo largo de todo Asia. Al japonés le es muy difícil decir las cosas de forma directa.

Un ejemplo de esto, como me comentó José Luís, es el siguiente. Imagina que hay un tipo que vive en un edificio, y cada noche escucha al hijo de su vecino tocar el piano. Eso no le permite conciliar el sueño correctamente. ¿Qué haría un español? ¿o un chileno? Nosotros iríamos al piso de nuestro vecino y cuando nos abriera le diríamos que su hijo está tocando el piano muy fuerte y no nos deja dormir. Lo que pasaría después depende de la educación de nuestro vecino.

Sin embargo, el japonés iría al piso de su vecino y cuando abriera la puerta, le diría que su hijo está teniendo unos progresos impresionantes con el piano, que está muy sorprendido y que cada noche le escucha tocar hasta muy tarde. El vecino, de inmediato, daría por entendido el mensaje y prohibiría a su hijo seguir tocando el piano a según que horas, además de que se disculparía tres millones de veces.

Por otro lado está el tema de las mujeres japonesas, por el que los latinos y occidentales en general suelen estampar su cabeza contra un muro durante mucho tiempo. Para entender un poco la mentalidad de las japonesas, a diferencia de la mujer occidental, pondré otro ejemplo verídico que nos pasó a Esteban y a mí el otro día, en el arubaito de Ichinomiya, con los niños con problemas mentales.

Un amigo de la universidad quería invitar a dos de las chicas que están fijas allí a la fiesta de fuegos artificiales de Katsuura (Hanabi de Katsuura). Justamente ese día, al terminar la jornada laboral, nos acompañaron ellas dos en coche hasta la estación de tren. En ese momento aprovechó para comentarles el tema, a ver si querían venir. Yarita dijo que le gustaría, pero que no podía porque tenía un partido de basket y luego una barbacoa con sus amigos de equipo. La otra chica, Hayashi, se hizo la sueca.


Días más tarde nos enteramos, vía otra chica que trabaja allí, que Yarita realmente había quedado con un chico y tenía una cita. A mí esto me sorprendió muchísimo. La pregunta que me hice es: ¿por qué le mintió a mi amigo? Normalmente sería algo así como que tengo otro compromiso o he quedado con otro chico, pero una mentira...?

La respuesta de José Luís es que en la cabeza de la japonesa, decir que tenía una cita con otro chico, aunque la tuviera anterior a nuestro plan, es como habernos dicho que prefería ir con otro chico a ir con nosotros, además que podía parecer incluso un poco fresca. Por todo esto, prefirió utilizar el recurso de la mentira. Brutal.

Otro ejemplo que me comentó el propio José Luís, es que cuando estuvo estudiando en la universidad de Waseda, en Tokyo, llegó a invitar a salir a unas diez japonesas en dos semanas, obteniendo un no por respuesta.

Poco después le llegó a sus manos un libro sobre choques culturales con Japón que explicaba el procedimiento para invitar a salir a una japonesa. Para empezar, no se debe dejar un plan cerrado ni una fecha concreta, porque ella se sentirá presionada y le será muy fácil negarse. Habría que proponer el plan de esta forma: un día de estos estamos pensando en ir con unos amigos de aquí (que ella conoce) a tomar algo, ¿te apetecería venir? En este momento, la estás medio acorralando y a ella sólo le queda el sí por respuesta, porque no sabe ni la fecha, ni cuándo, ni dónde. Decir que no a algo tan abierto es dejar claro que no quiere nada contigo. Luego, a lo largo de los días, sigues hablando con ella y vas ajustando en base a lo que sería su escenario ideal. Tanta gente, y tal lugar, haciendo tal cosa. Importante al principio salir con más gente para que luego no salgan chismes y la gente  piense que la propia japonesa es una facilona. Esto les afecta muchísimo.

Hablamos de muchos temas sobre Japón durante la tarde, pero sin duda el que más me llamó la atención fueron las diferencias culturales que existen entre nosotros y ellos en el aspecto de decir y tratar las cosas.
Poco después me invitó a que fuera a cenar con su familia japonesa (familia postiza). Es una familia que vive en Onjuku. Estaba a unos diez minutos caminando. La familia estaba formada por Hoshino san (padre de familia), su esposa y su hija (de treinta año y embarazada del tercer niño). Por allí estaba también una niña de dos años muy simpática.

Como es habitual, me invitaron a cenar y hubo buena comida en abundancia. Extremadamente generosos. Otro aspecto increíble de los japoneses. Sin a penas conocerte, las personas que pasan de la cuarentena, habitualmente, son muy generosos y confiados.

Conversamos sobre muchos temas y como José Luís estaba allí me ayudó mucho en mi práctica con el japonés.

En un momento dado de la noche, sin haber acabado de cenar, se levantaron y dijeron que era el período de Obón, el festival de los ancestros. Este período va desde el 12 de agosto hasta el 15 y trata de rezar por los antepasados de la familia. Fuimos a una sala de estar donde tenían fotos y altares de los antepasados. Además, había fruta (habitualmente la que más le gustaba a la persona fallecida) y otros regalos. Más tarde salimos de la casa y fuimos caminando hasta el cementerio de Onjuku, también para entregar a las tumbas de los antepasados frutas, verduras y dulces. La familia estuvo rezando en silencio durante varios minutos.

Antes de llegar a su casa, me mostraron un restaurante de sushi cercano, y me comentaron que pertenecía a la familia y llevaba abierto más de cien años. Desde el período Meiji, casi nada.

Más tarde volvimos a su casa, seguimos cenando y conversando un buen rato y finalmente se empeñaron en acompañarme en coche hasta Katsuura.


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